Silfo

Caía la tarde en el viejo paseo, un atardecer demasiado bello como para no salir a contemplarlo. Era de todos mi lugar más preciado y especial ya que no conocía otro ni remotamente mejor para dedicarte a contemplar el paisaje, a recibir la brisa marina, a sentirte vivo, sentir la vida simplemente. No obstante era un sitio un tanto peligroso si no sabías los cuidados que tenías que tener para transitarlo, de hecho no era de extrañar que alguna vez en el año desapareciesen turistas y reaparecieran como un par de días después flotando en el mar.
Precisamente por ese motivo se me antojó tan asombroso y sobrecogedor encontrarme con un niño, pequeño como un silfo, de apenas unos cinco años encaramado a una roca y fuera del trayecto.
-¡Ey! ¿qué haces ahí?- le espeté medio reprendiéndole.
¿Estaría solo? ¿dónde se encontrarían sus padres?
El pequeño hizo amago de girar su cabeza en mi dirección, mas salió huyendo hacia las rocas que daban al mar.
Me asusté por supuesto, quizás se había pensado que le echaría una bronca tremenda y fue a esconderse a la cueva cercana, mas era una pésima idea ya que el agua estaba subiendo.
Con el corazón en un puño lo seguí dispuesta a evitar la tragedia, le llamaba y llamaba pero él era muy ágil y se empeñaba en salir despavorido. Llegamos finalmente a la cavidad rocosa, donde pude apreciar que se había detenido, dándome la espalda. Le agarré por los hombros con la idea de que no se me escapase otra vez, sin embargo lo que vi a continuación me petrificó de inmediato. En un gesto brusco giró su cabeza en mi dirección, mostrándome una fila enorme de múltiples dientecillos afilados conformando una grotesca y despiadada sonrisa.
Los instantes después pasaron borrosos ya que, para cuando quise darme cuenta, tenía su mandíbula portentosamente clavada en mi cuello y estaba tirada sobre un charco de sangre.

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