Cuando llega el cambio - 01
La verdad es que no puedo quejarme de mi vida, sobre todo si
echo la vista atrás. He tenido mis momentos, por supuesto, pero he de admitir
que el haber nacido en una buena cuna me proporcionó ciertas facilidades,
supongo que no todas merecidas en realidad.
Cuando lo pienso, creo que nací en una sociedad para mí
atascada y esto, aunque parezca una acusación grave y sin fundamento, en verdad
no lo es.
Siempre fui muy vivaz y curiosa, con avidez por aprender
todos y cada uno de los nuevos descubrimientos que hacía. Quizás esto era algo
propio de mis ancestros ya que mi abuelo fue un gran inventor, gracias a él las
tinieblas no dominaban la noche y había alguna luz disponible para aquellos
inquietos, como yo, que querían seguir leyendo su libro favorito aunque el sol
ya se hubiese despedido. Recuerdo pasar largas horas en la biblioteca, tanto
que muchas veces me llevé alguna regañina de mis padres, afirmando que me
quedaría ciega de tanto leer, sobre todo si tenía la imprudencia de leer a
oscuras.
De pequeña no era realmente consciente de esto, pero mi
enseñanza no fue igual que la de las otras niñas, puede que por el deseo
perdido de mis padres de que fuese varón, pero son solo elucubraciones mías,
realmente nunca llegué a saberlo con certeza.
Ellos eran personas muy amables, o al menos esa visión tuve
siempre, y tuvieron el valor de darme una educación bastante rica para una
época y sociedad en la que lo único que se esperaba de una mujer es que
dominara el arte en sus diversas vertientes, sobre todo la musical, además de
la conversación. Para el resto del mundo parecía que debíamos ser un adorno
bonito que a la par sirviese de divertimento cuando era preciso, proporcionando
brillantes conciertos de piano o una charla que no resultara pretenciosa ni
burda.
No, aquello de ninguna manera estaba pensado para mí,
probablemente por eso mis padres tuvieron que aguantar en más de una ocasión
comentarios muy fuera de lugar acerca de mi educación de personas a las que ni
siquiera importaba o tan sólo se habían molestado en conocerme. Ese era
precisamente el motivo por el cual las fiestas o reuniones sociales me aburrían
mortalmente, de hecho siempre que podía me escabullía a algún rincón tranquilo
a leer o divagar. Supongo que todo esto explica de alguna manera el porqué me
acabó fascinando tanto la llegada de Edmund a mi vida.
Seguramente sería un chico singular a la vista de toda la
gente que se cruzaba con él cada día, que no eran pocos, eso si no le
consideraban una alimaña mientras se ahogaban en su propia arrogancia.
Nuestro primer encuentro fue de lo más fortuito, casi se
puede decir que por accidente, aunque igualmente fue algo maravilloso. Era un
día gris y lluvioso, uno de esos en los que precisamente no esperas que te
ocurra nada interesante y tan sólo ansías llegar a casa para secarte y tomar
algo caliente y reconfortante. Yo igualmente me había decidido a desafiar al
clima aquel día, más que nada porque la lluvia no era algo que me preocupase en
lo absoluto a pesar de todas las advertencias sobre que causaba enfermedades en
ocasiones. Sin lugar a dudas la lluvia para mí siempre ha sido algo maravilloso
y la recuerdo con especial cariño al pensar que fue ella la que me trajo hasta
él.
Cuando salí aquel día apenas diluviaba, pero una vez llevé
un rato fuera pasó en unos instantes a ser un fuerte aguacero. Ni siquiera
había sacado la sombrilla, no había motivo si lo que adoraba era el tacto frío
y húmedo del agua en mi piel, aquellas caricias acuosas que me hacían sentir
llena de vida y energía.
Prácticamente corría en dirección a mi opulento hogar cuando
tropecé con un agujero en mitad de la calle y se me ensuciaron con ello las
botas y parte de mi vestido. Lo primero en lo que pensé fue en la regañina que
recibiría por mi comportamiento y su resultado. Sé que no era con malicia, en
realidad tan sólo se trataba de preocupación parental por mi bienestar, después
de todo vivíamos en una sociedad que creía que el agua debía ir en una ínfima
proporción para ser saludable porque la que caía del cielo sólo traía penurias
y enfermedades.
¡Menuda tontería! ¿Cómo podía algo tan maravilloso ser tan
siquiera un poco dañino? ¿Cómo algo que me hacía sentir llena de vida y
jovialidad podía ser tan nefasto?
Supongo que debía resignarme, me gustaba todo aquello que se
suponía que no era propio de una dama respetable, a menudo no podía evitar
pensar que me hubiese gustado nacer hombre para tener los privilegios que se
suponía no debía tener como mujer. Porque ¿qué podíamos hacer nosotras? ¿Qué
aspiraciones debíamos tener en nuestra vida salvo mantenernos bonitas, con un
comportamiento modélico y dominar conocimientos aceptados para nuestro género
para, con una reputación inmaculada optar a un buen esposo que nos mantuviese y
con el que formar una familia igualmente respetable? De alguna manera me
enfermaba todo aquello, pero era una suerte para mí que mis padres no tuviesen
esa visión del mundo y hubieran sido más permisivos conmigo y mi cuestionable
comportamiento.
Pero me estoy desviando de mi historia original, parece que
las mentes inquietas no podemos evitar divagar de vez en cuando.
Después de maldecir mi fortuna aquel día, no pude evitar
fijarme en que iba de barro hasta las cejas. Bueno, reconozco estar exagerando,
pero es lo que me pareció en su momento. Vi mis botas horrorizada ya que no
había ni un pequeño ápice de ellas bajo toda esa mugre. El vestido me causaba
más indiferencia, a mi madre seguramente no, pero tenía la total certeza de que
no me permitiría entrar en casa con aquel desastre de botas que echarían a
perder las hermosas y ostentosas alfombras que a ella tanto le gustaban y a la
criada tanto le costaba mantener siempre limpias, tampoco quería darle más
trabajo a ella del que ya tenía de hecho.
Después de mi caída y de sentirme como una total estúpida,
mi primera preocupación fue cómo arreglar el desastre que ahora era mi calzado.
Entonces le vi mientras surcaba con mis ojos alrededor en busca de respuestas.
Estaba sentado como buenamente podía sobre un taburete que claramente no era
acorde a su tamaño, observando la gente pasar o quizás el paisaje, pero estaba
claro que ajeno a todo lo que se desenvolvía alrededor.
Mientras todos buscaban cobijo desesperados en caso de no
llevar nada consigo para cubrirse, él se había situado en una esquina apenas
cubierta por un tejado que estaba situado encima, mas indudablemente a salvo de
aquella danza húmeda que se precipitaba al vacío cada vez con más fuerza. Por
los materiales que le acompañaban supuse su oficio y me acerqué a saludar
despreocupadamente.
-Muy buenos días- entoné con la mejor de mis sonrisas.
El joven se quedó unos instantes desconcertado, pero en
seguida me devolvió una amplia sonrisa acompañada de unos resplandecientes ojos
color madera. En aquel momento no podía imaginar cuánto iban a gustarme esos
ojos que, a pesar de ser de un color bastante común, brillaban como ninguno de
los que había visto.
-Buenos días, señorita ¿En qué puedo ayudarle?- pronunció
con una voz grave pero no estruendosa, usando el tono perfecto de armonía, como
si de un hábil compositor se tratase.
-¿Es usted limpiabotas?
-En efecto ¿Requiere de mis servicios?- esto lo preguntó más
bien con sorpresa.
-Ya sé que no es
precisamente el clima indicado para que su trabajo luzca, pero estoy desesperada-
le expliqué.- Me he caído en un charco y he echado a perder mis botas, estoy
segura de que mi amorosa madre no se mostrará amorosa cuando me vea así.
-En verdad es un problema, señorita. Por favor siéntese aquí
si lo desea- dijo señalándome una silla con respaldo y cojín, mucho más cómoda
que su asiento seguramente.
-Muchas gracias, caballero- le contesté con otra sonrisa en
los labios.
-A usted, señorita. No iba a tener más clientes con la
lluvia seguramente, me ha hecho un gran favor.
-Entonces se trata de un favor mutuo, caballero- dije
mientras me sentaba y le tendía mis desastrosas botas.
-Por favor, no me llame caballero, soy un humilde
limpiabotas, desmerecería ese título.
-No veo por qué, humilde o no, su labor es importante así
que merece respeto como cualquiera.
Aquello debió de sorprenderle y desencajarle de su molde, si
es que alguna vez estuvo en uno.
-Muchas gracias, señorita. Me halaga- respondió con una
sonrisa algo tímida y apenas levantando la cabeza de su labor para que no se
notase.
-Por favor le ruego que no me llame señorita, me resulta muy
ostentoso.
Aquello le hizo mirarme medio asustado e incómodo, quizás
con una pequeña chispa de intriga en el roble de sus ojos, aquellos hermosos
ojos que ahora estaban abiertos como platos.
-Pero no podría hacer tal cosa, por favor no me lo pida.
-En ese caso, le ruego que me llame por mi nombre.
-¿Puedo saber cuál es entonces?
-Sheryll- dije sonriente, me encantaba mi nombre, el que con
tanto cariño habían escogido para mí.
-Yo me llamo Edmund.
-Encantada, Edmund, es todo un placer- le tendí la mano y, a
pesar de que titubeó unos instantes, me la estrechó y prosiguió con su labor.
Entendía perfectamente sus reservas, la sociedad estaba
bastante dividida y para nada pertenecíamos a la misma clase, por eso le había
parecido tan extraña mi petición de no llamarme por el típico trato. La verdad
detestaba que me llamaran así, ya estaba indicando sólo con eso si estaba
casada o no, como si fuera necesario para tratar conmigo, por eso y porque
quería tirar la estúpida barrera clasista que nos dividía insistí en que usara
mi nombre.
Soy consciente de que al resto de personas que formaban
parte del mismo grupo social que mi familia ni siquiera les pasaba por la
cabeza tratar a la gente a su servicio como iguales, como si sólo fuesen
personas que tenían un trabajo digno para ganarse el pan para sus familiares.
No… por desgracia se estilaba humillar a esas pobres personas que no habían
tenido culpa alguna de no nacer en una familia poderosa, a veces incluso se les
trataba peor que a los animales a pesar de que sin su trabajo muchos de esos
ricachones no podrían ni valerse por sí mismos para realizarlo. Pero era algo
que yo claramente no compartía, de hecho los trataba como si de cualquier otra
persona se tratase, lo que despertaba recelo al principio, miedo incluso y por
supuesto la desaprobación por parte de aquellos que se sentían superiores.
En el fondo esa gente me daba algo de pena, se estaban
perdiendo con su orgullo a personas encantadoras que cada día estaban en sus
vidas pasando como el aire a su alrededor, que les ayuda a avivar el fuego o a
secar sus ropas mojadas, mas como no saben mirar más allá de sus narices, no lo
ven y por eso parece que no existe.
-¿Vives muy lejos, Edmund?- cuestioné para romper aquel
silencio incómodo.
-En estas calles no, por supuesto- respondió bromeando
tímidamente, lo cual estaba bien, significaba que empezaba a coger algo de
confianza, la justa dentro de la cordialidad.
Le contesté con una risita que intenté que no resultara
pretenciosa, sino amistosa.
-¿Y usted?- se aventuró a seguir la conversación.
-Bueno, en mi caso no puedo decir lo mismo, vivo unas calles
más allá- dije señalando a su espalda.
-¿Y qué le hace salir en un día tan desapacible?- aquello
parecía sincera curiosidad.
-Me encanta la lluvia, de hecho uno de mis pasatiempos
favoritos es leer mientras repiquetea en las ventanas, pero por encima de todo
adoro su tacto y olor, así que suelo escaparme los días lluviosos.
Suspiré al contarle todo aquello, simplemente no podía evitar
hablar de aquella manera. Obviamente él se sorprendió, aquello no era algo
apropiado para una mujer que perteneciese a la misma clase que yo.
-Fascinante- musitó apenas en voz baja.- Nunca había oído
semejante afirmación de parte de una damisela de las de por aquí.
-Supongo que soy un bicho raro- dije con una sonrisa
resignada.
-Oh para nada, señori… Perdón, Sheryll. Creo que es maravilloso.
Aquello me descolocó completamente, tantos años de
desaprobación supongo que habían hecho mella en sentirme como una extraña en
una sociedad que ni me gustaba ni me entendía.
-¿Podrías explicarte, por favor?
-No se lo tome a mal, quiero decir, me parece maravilloso
aquello que dice ser tan inusual, no la transforma en alguien raro, sino única.
-Supongo que tienes razón, pero de poco me vale por aquí.
-Le vale a usted misma. No se reproche por ello, ser como es
está bien, no se fuerce a ser otra cosa.
-Quizá… No obstante aquí prima lo igual, no lo diferente. Lo
que no cumple los estándares es rechazado sin piedad.
-Eso significa tan sólo que es una persona valiente que se
atreve a mostrarse tal y como es, a sabiendas del rechazo del que habla, creo
que eso la honra.
Aquel joven me había dejado gratamente sorprendida y
pensativa, nunca nadie me había dado ese punto de vista antes.
-Ya está listo- anunció con una sonrisa mientras me tendía
mis botas.
Le pagué gustosamente, incluso le di una propina que al
principio se negó en aceptar, pero no podía permitir que se fuese sin una
compensación extra por aquel maravilloso rato que me había hecho pasar, además
de las bonitas palabras que me alegraron el resto del día.
Incluso le pregunté si solía estar por aquella calle, no podía
esperar para volverlo a ver y charlar nuevamente.

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